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Debemos cuidar a nuestros funcionarios.

  • Foto del escritor: Mario  Mendez.
    Mario Mendez.
  • hace 6 días
  • 3 Min. de lectura

El pasado martes, la conferencia matutina diaria de la Presidenta Claudia Sheinbaum Pardo inició, como es costumbre, alrededor de las siete de la mañana.

 

Al encuentro con los medios en el Salón de la Tesorería de Palacio Nacional, la acompañaron el Fiscal General de la República, la Secretaria de Gobernación, el Secretario de Seguridad Pública, el Secretario de Marina, el Secretario de la Defensa Nacional, la encargada del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, así como el Comandante General de la Guardia Nacional.

 

La razón de que los integrantes del Gabinete de Seguridad asistieran a la reunión fue la presentación del informe quincenal de resultados en la materia.

 

Apenas habían transcurrido seis minutos del ejercicio cuando el Secretario de Seguridad Pública, Omar García Harfuch, observó su teléfono con sorpresa ante una información que recibió. De inmediato, la compartió por la misma vía con Paulina Silva, Coordinadora de Comunicación Social de la Presidencia de la República.

 

Intercambiaron algunos mensajes, según se observó. Harfuch le indicó, mediante señas, que escribiera el contenido en un papel y se lo entregara a la Presidenta.

 

Al recibir la nota, la Doctora Sheinbaum la leyó y, con una expresión de susto, dirigió su mirada al Secretario de Seguridad Pública, como pidiendo una explicación.

 

Él se levantó de su lugar, se acercó a la mandataria, intercambiaron algunas palabras y fue atrás del escenario para hacer una llamada.

 

Al comenzar la etapa de preguntas, se le cuestionó a la Presidenta qué había sucedido en aquella atípica situación descrita. Se limitó a responder que le habían compartido una información que aún se encontraba en proceso de verificación.

 

Cerca de las ocho con treinta minutos, lamentablemente, la Doctora Sheinbaum compartió la información ahora confirmada:

 

Dos colaboradores de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, habían sido asesinados. Se trataba de su Secretaria Particular y su Jefe de Asesores.

 

La noticia conmocionó al país.

 

En principio, por tratarse de un ataque directo contra las dos personas más cercanas a la Jefa de Gobierno.

 

En segundo lugar, por las circunstancias que rodearon el hecho: el crimen ocurrió en una de las avenidas más transitadas de la capital, a plena luz del día; la mecánica apunta a una acción que implicó una planeación tan minuciosa como prolongada; y fue ejecutada por expertos que lograron huir sin complicaciones.

 

Ahora bien, el debate público ha tomado diversas aristas. Algunos discuten cuál fue el propósito del crimen; otros, quién pudo ordenarlo.

 

Sin embargo, pocos advierten lo más evidente: dos de los funcionarios más importantes en el Gobierno de la Ciudad de México no contaban ni siquiera con medidas básicas de seguridad para un cargo de esa relevancia.

 

Sí, es importante esclarecer el crimen y detener a los autores para conocer su motivación. Pero este ataque pudo haberse evitado si existiera un esquema serio de protección para funcionarios de ese nivel.

 

Es menester recordar que la Ciudad de México es la capital del país. Tiene más de nueve millones de habitantes. Aporta el 14.8% del Producto Interno Bruto de México —la doceava economía más importante del mundo—, cuenta con una fuerza policiaca de 90 mil elementos, es sede de los Poderes de la Unión y alberga Embajadas de 85 países.

 

Con tales datos, resulta inconcebible que la Secretaria Particular y el Jefe de Asesores de la Jefa de Gobierno de una ciudad de tal envergadura carecieran de protección.

 

Las razones no son claras, pero todo indica que en los gobiernos actuales —sin importar su corriente política, en un ánimo populista— se ha confundido la seguridad de los funcionarios públicos con un privilegio excesivo o lujo desmedido, cuando en realidad es una medida elemental de responsabilidad institucional.

 

Proteger a funcionarios de alto nivel, especialmente aquellos relacionados con tareas de seguridad o finanzas públicas, les permite ejercer su labor sin temor a represalias. Además, garantiza la gobernabilidad del Estado.

 

Cuando la ciudadanía ve que el crimen puede alcanzar impunemente a las figuras más importantes del gobierno, se siente desprotegida; se inhibe la inversión; se erosiona la estabilidad.

 

Proteger a nuestros funcionarios no consiste únicamente en asignarles elementos armados o vehículos blindados. Necesitan un equipo profesional en protección personal.


Para ello es indispensable que quienes desempeñen estas labores no sean simplemente policías operativos -que, en muchos casos, pertenecen a la misma corporación que dirige el funcionario protegido- sino personas con conocimientos especializados en la materia.

 

De lo contrario, se cae en la simulación: escoltas que ignoran tácticas avanzadas de protección, que desconocen la lógica de prevención, que mientras esperan a sus protegidos están distraídos en el teléfono o choferes que abandonan su vehículo, como si la amenaza no fuera real.

 

El costo en caso de no actuar en consecuencia, como lo observamos, puede ser trágicamente alto.

 

 
 
 

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